ASÍ
ERA VENEZUELA
El petróleo es la clave
que permite descifrar los enigmas de la política venezolana de los últimos sesenta
años. La historia contemporánea de Venezuela es la historia de las pugnas entre
los intereses petroleros y las fuerzas progresistas venezolanas; de los
regímenes dictatoriales impuestos a la nación por los magnates extranjeros que
explotan las riquezas de su suelo; de la entrega incondicional a los ambiciosos
conquistadores del oro negro; del proxenetismo político; de la indignidad
nacional.
En 1901 Las potencias
imperialistas no podían mirar con buenos ojos el Gobierno de Cipriano Castro,
que se había negado a pagar las abultadas cuan injustificadas deudas que las
grandes potencias cobraban a Venezuela; que había decretado la confiscación de
varias empresas extranjeras. En los comienzos del siglo xx las condiciones
políticas de Venezuela no eran las más favorables para iniciar las grandes
inversiones de capital imperialista, debido a las constantes guerras civiles, a
la inestabilidad de los gobiernos y a la ausencia virtual de todo crédito
internacional. Los grandes Estados imperialistas pensaron que era necesario
derrocar a Castro y colocar en su lugar a Juan Vicente Gómez, que prometía
pagar las cuantiosas deudas extranjeras y entregar las riquezas petroleras del
subsuelo venezolano a ellos. Así, pues, en 1908, el
caudillo que ejercía la dictadura fue sustituido por Juan Vicente Gómez. El
cambio fue importante no sólo porque se acentuó la barbarie en los métodos de
gobierno, sino también, y principalmente, porque el nuevo dictador se instaló
bajo los auspicios de los imperialistas norteamericanos, siendo fiel servidor
de los intereses extranjeros en Venezuela; el que habría de iniciar la pública
subasta de las inmensas riquezas de su suelo; el que haría entrega total de la
soberanía nacional. Juan Vicente Gómez liquidó
los partidos tradicionales (Liberal y Conservador), por sus inútiles cuan
perjudiciales guerras. Impidió la formación de otros nuevos y liquidó,
igualmente, toda forma de organización de lucha, incluso la estudiantil.
UN
DESPERTAR PROMETEDOR
El odio acumulado durante
años por la dictadura gomecista y por la explotación y opresión de los capitales
extranjeros no tardó en lanzar a toda la masa estudiantil de la Universidad
Central y de algunos colegios de Caracas, por el camino de la protesta
encendida, de las manifestaciones callejeras, hasta arrojarla en los oscuros
calabozos de las cárceles. El conjunto o núcleo fundamental estudiantil de esta
época ha recibido el nombre de «Generación del 28».
La juventud estudiantil de
1928 no hizo sino traducir y expresar el descontento de las masas laboriosas,
estrujadas brutalmente por el imperialismo y por sus lacayos dentro de
Venezuela, soportes y beneficiarios de la dictadura gomecista. El movimiento
del 28 fue el primer movimiento político de masas contra la dictadura, puesto
que los movimientos anteriores habían sido intentonas cuartelarías. Lo extraordinario
en 1928 es la participación, activa y en primer plano, de las masas populares y
el carácter civilista del movimiento.
¿Cómo se inició todo
aquello? Se reorganizó la Federación de Estudiantes de Venezuela, disuelta por
la dictadura en años anteriores, y se proyectó celebrar la Semana del
Estudiante en febrero de 1928, despertando las simpatías de las masas populares
capitalinas y, en general, de todas las clases sociales democráticas. La Semana
del Estudiante finalizó el domingo 12 de febrero y se había ordenado la
detención de Pío Tamayo, Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba y Guillermo Prince
Lara. Los tres primeros tuvieron activa y pública participación en los actos de
rompimiento del silencio impuesto por el bandolerismo político de Juan Vicente
Gómez desde hacía veinte años.
La actitud recalcitrante
de la dictadura llevó al estudiantado a plantear el problema en otro terreno;
la Federación de Estudiantes resolvió elevar una airada protesta ante el viejo
dictador, exigiéndole perentoriamente la libertad de los detenidos, y que, en
caso negativo, redujese a prisión a todos los estudiantes. La agitación popular
en Caracas era extraordinaria. La actitud desafiante de los estudiantes levantó
el ánimo popular, hasta el punto de que, frente a la Comandancia de Policía,
una impresionante multitud tributaba atronadores aplausos a los bravos
estudiantes.
Tan grande fue el
movimiento de protesta, que el viejo dictador se vio precisado a poner en
libertad a los estudiantes, después de once días de detención. Esto constituyó
una gran victoria popular, una gran derrota para la reacción y la primera
evidencia de la fuerza unitaria oposicionista contra aquel régimen de
latrocinio y despotismo.
EL EXODO ESTUDIANTIL Y LA PROTESTA DE OCTUBRE
La política de golpes
militares, adoptada por la oposición a la cerril dictadura de Juan Vicente
Gómez, determinó la intensificación de las medidas represivas del régimen y,
con ello, el éxodo de los dirigentes estudiantiles hacia el extranjero.
Raúl Leoni, para entonces
presidente de la Federación de Estudiantes de Venezuela, José Tomás Jiménez
Arraiz, Rómulo Betancourt, Ricardo Montilla, Valmore Rodríguez y otros más, se
trasladaron a Curazao para eludir la persecución desatada contra ellos. Algunos
padres enviaron a sus hijos a Francia y España para sustraerlos a la tentación
de repetir las protestas que los habían llevado a la prisión.
En 1931, Betancourt se
dirige a Barranquilla, donde se reúne con Ricardo Montilla, Valmore Rodríguez,
Pedro Juliac, Raúl Leoni y otros estudiantes, enemigos de la dictadura
gomecista. En Barranquilla, Betancourt entró en relaciones con el movimiento
aprista, que dirigía Raúl Haya de la Torre, El grupo de Barranquilla adoptó las
posturas de este, y la consecuencia inmediata fue la constitución del partido
Ardi (Asociación Revolucionaria de Izquierdas). En 1931, Rómulo Betancourt
abandona a Barranquilla y fija su residencia en San José de Costa Rica. Allí
resuelve adherirse al ideario marxista e ingresar al Partido Comunista, del
cual fue dirigente. Raúl Leoni, Montilla y otros permanecieron en Barranquilla
hasta la desaparición de Juan Vicente Gómez. Ellos se acercaron también a las
ideas marxistas, aunque sin llegar a militar en el Partido Comunista.
La ausencia de ese nutrido
grupo de estudiantes y el fracaso del golpe militar de abril de 1928 determinaron
un descenso en las actividades oposicionistas dentro de Venezuela. Para
contrarrestar ese descenso, los estudiantes promovieron un nuevo movimiento de
protesta, destinado a exigir la libertad de todas aquellas personas que habían
sido detenidas por el Gobierna con motivo de los movimientos estudiantiles, y
que no habían sido liberadas junto con los estudiantes. Fue redactada una carta
para el viejo dictador, en la que, en forma altisonante, se pedía la libertad
de los presos políticos y el impulso de
los sátrapas gobernantes sería el de encarcelarlos nuevamente.
EN EL CAMPO DE CONCENTRACION Y EN EL CASTILLO
LIBERTADOR
Al día siguiente, 6 de
octubre de 1928, como a las cinco de la tarde, las calles de la capital vieron
sorprendidas el singular desfile de los estudiantes, que eran- conducidos en
medio de la tropa. El pueblo de Caracas, en silencio, los vio pasar en
dirección al Este> sin saber la suerte que el Tirano de la Mulera les tenía
reservada.
Cuando pasaban por Los Dos
Caminos, para entonces una aldea extramuros, se desató una lluvia torrencial
que les caló hasta los huesos; pero no se interrumpió por ello la marcha.
Siguieron rumbo a Petare, abrigados con algunas mantas que buenas gentes les suministraron
por el camino. Allí fueron recluidos en los calabozos de una inmunda cárcel,
tan pequeños que, para dormir, los estudiantes hubieron de sentarse en el suelo
y recostarse los unos a los otros, espalda contra espalda. Durante el sueño,
las ropas se les secaron en el cuerpo. A las seis de la mañana, gentes del
pueblo los proveyó de alpargatas. Con los zapatos todavía mojados, colgando del
cinto, salieron dé Petare en dirección a Guarenas, distante unos cincuenta
kilómetros. Caminaron todo el día, con muy cortas paradas, para tomar agua o
algún alimento, y, a eso de las tres, llegaron a Guarenas muertos de cansancio,
pues no estaban acostumbrados a tan largas marchas, ni al uso de las
alpargatas. De inmediato fueron encerrados en una casa relativamente grande,
recién pintada. Tirados en el suelo descansaron. Comieron luego, gracias a los
regalos de algunas personas del lugar, entre ellas un viejo general de apellido
Blanco. Por la noche cayó otra lluvia torrencial; y apenas había escampado, se
reinició la marcha, en medio de completa oscuridad. A cada paso tropezaban con
cuanto obstáculo se encontraba en el camino, lastimándose los pies, o caían en
charcas formadas por la lluvia. A poco, cruzaron el río que discurre entre
Guarenas y Guatire. Por falta de habilidad para caminar a oscuras sobre el
tronco de un árbol que hacía de puente, no pocos cayeron en las aguas. Al
amanecer empezó el ascenso por una suave cuesta, donde estaban los campamentos
de los trabajadores que construían la carretera a Higuerote. Luego vino el
descenso a la vista de Araira, más conocido con el nombre de «Las Colonias»,
distante de Guatire unos doce kilómetros y unos sesenta y cuatro de la capital
de la República. Un verdadero campo de concentración. Así, pues, Gómez no
pensaba fusilarlos, sino condenarlos a trabajos forzados.
En llegando, todos se
echaron al suelo, en la sala y el corredor de la llamada Casa de Gobierno. Pies
y pantorrillas adoloridas. Poco tiempo después, llegaron camas de campaña,
frazadas y otros adminículos. Se organizó un comedor en la casa vecina.
Parientes, amigos y admiradores hicieron llegar numerosos paquetes de
alimentos, dulces, frutas, y también ropa, cartas y dinero. Así discurrieron
los primeros tiempos, que resultaron alegres, aunque no se permitían visitas.
En total eran 58
estudiantes. Se llamaban a sí mismos «los 58 verracos». Un día les llegó la
noticia de que los compañeros de Caracas habían organizado otros actos de
protesta, que culminaron con una gran manifestación estudiantil desde la
Universidad hasta el Parque Carabobo. Allí fue recibida a tiros por los
esbirros de la dictadura, con saldo de heridos y muertos. Ochenta y dos
estudiantes fueron detenidos y conducidos también a «Las Colonias», en la misma
forma en que lo fueron los primeros. Estas detenciones fueron practicadas el
día 12 de octubre. «Las Colonias» eran un campo de concentración y de trabajo
forzado, pues los presos estaban al servicio del Ministerio de Obras Públicas,
en calidad de peones, para la construcción de la carretera a Higuerote. Como
trabajadores, aunque forzados, hubieran debido devengar el irrisorio salario de
dos bolívares diarios fijado por aquel despacho; pero era el chácharo Sandoval
quien los recibía. Como es de suponer, buena parte de ese dinero se quedaba
entre las uñas del famoso Sandoval. Este campo de concentración, con
alambradas, vigilantes armados y todo, no mereció los honores de la denuncia
internacional por parte de la prensa «libre» del Continente, al servicio de los
Estados Unidos. No fue sino mucho más tarde cuando el mundo vino a conocer esa
monstruosa institución, que el hitlerismo desarrolló al máximo para liquidar a
sus enemigos. Gómez los tuvo mucho antes, porque como él mismo decía, era un
«precursor del fascismo». Hitler no hacía otra cosa que copiar sus métodos.
Como Gómez tiranizaba al pueblo venezolano para beneficio de los magnates
norteamericanos, la prensa tuvo buen cuidado de ocultar la existencia de campos
de concentración en Venezuela, uno de los cuales, «Las Colonias», era quizá el
menos tenebroso. Los de «Palenque», «La China», «Los Colorados», «La
Cristalina» en Boconó y otros eran mil veces peores.
Después de los 82 nuevos
reclusos, llegó otro grupo de 33 estudiantes, que habían sido los últimos en
ser capturados por la Policía Secreta del régimen (2). Así, llegaron a sumar
173 estudiantes convertidos en peones de la carretera, por obra y gracia de
Juan Vicente Gómez. Para justificar su crimen, él viejo canalla de Maracay dio
unas declaraciones a la prensa, acerca de la reclusión de estudiantes en campos
de trabajo forzado. Había resuelto mandarlos a trabajos forzados en la
carretera de Higuerote, era solamente como correctivo de un padre severo,
porque «si no querían estudiar, que aprendieran a trabajar».
A mediados de diciembre
del mismo año, en forma sorpresiva, se prohibió la recepción de cartas,
paquetes y dinero, cosa que empeoró sensiblemente las tristes condiciones de
los peones forzados. No se dio ninguna explicación. Por otra parte, el trabajo
de la carretera, que en un principio no era tan duro, se fue haciendo más
estricto y riguroso. Luego de innumerables medidas vejatorias, los estudiantes
declararon una huelga de brazos caídos, reclamando el restablecimiento del
trato anterior. El chácharo Sandoval fue a Maracay en solicitud de
instrucciones para obligarlos a trabajar. Al cabo de varios días regresó, y
dijo el muy imbécil:
—Traigo órdenes del
general Gómez de sacarlos a trabajar vivos o muertos.
En esos días se presentó
una comisión procedente de Maracay, presidida por un tal «coronel» Varela,
famoso por sus crímenes. Seleccionó un grupo de 16 estudiantes, tenidos por
cabecillas, y los condujo a «Palenque», el más horrendo y mortífero de los
campos de concentración, centro palúdico de primera importancia y matadero de
miles de venezolanos.
En los primeros días del
mes de marzo de 1929, cada estudiante recibió un par de zapatos de cuero de
cochino, un traje de los fabricados en serie por la sastrería «Savino» y un
sombrero de fieltro, de ínfima calidad. Se trataba, indudablemente, del
traslado a otro lugar del país. Al día siguiente fueron sacados de los
improvisados calabozos; y, nuevamente, en fila india,' como habían venido,
salieron de «Las Colonias» con destino a Guatire. En esta población tomaron varios
autobuses, rumbo a la capital. La caravana pasó rápidamente por la capital, y
llegó a Puerto Cabello al día siguiente, por la tarde.
De nuevo en los calabozos
de «El Rastrillo», pero esta vez se les agasajó con un pesado par de grillos de
cincuenta o sesenta libras. Allí estaban los numerosos presos políticos por
cuya libertad habían abogado y perdido la suya.
El período del Castillo de
Puerto Cabello habría de ser el más fructífero de todos, pues allí se hizo un
interesante aprendizaje político que cambió el rumbo de muchas vidas. Allí se
operó el primer encuentro con las ideas marxistas. Pío Tamayo, Juan Montes y
Alberto Ravel fueron los maestros que pusieron en las limpias manos de los
estudiantes algunos libros de Lenin y de otros escritores revolucionarios. No
obstante los pesados grillos, que permitían apenas caminar, se hallaron
felices, pues al fin habían encontrado una explicación clara de los fenómenos
políticos venezolanos, una orientación precisa para acabar con la dictadura de
la burguesía reaccionaria, de los terratenientes y del imperialismo.
Grave fenómeno político
operado en el Castillo de Puerto Cabello fue el de la división de la F.E.V.,
por diferencias de condición social, que se ponían de manifiesto tanto en la
vida regalada que se daba un grupo, como en las incipientes discrepancias
ideológicas. Mientras algunos recibían fuertes pensiones de sus familias, la
gran masa del estudiantado se moría materialmente de hambre con el inmundo
rancho carcelario. La fraternidad, el cariño y la solidaridad de antes
desaparecieron, para dar paso al rencor y a otros sentimientos hasta entonces
desconocidos. Aquello era la muerte de la Federación de Estudiantes, hasta
entonces gloriosa inspiradora del movimiento popular. La desmoralización cundió
entre ciertos estudiantes, que sólo ansiaban su libertad, volver a sus estudios
y dedicarse a ganar dinero, sin ninguna preocupación por la lucha; actitud
explicable en quienes se sentían, además, abandonados por las clases sociales
terratenientes y burguesas que inicialmente los empujaron a la acción y que
ahora se habían entendido con la dictadura, a base de los créditos del Banco
Agrícola y Pecuario y de otras concesiones económicas.
Sólo un pequeño grupo
permaneció fiel a los intereses de las masas trabajadoras, y lo demostró
posteriormente. Aunque la cultura revolucionaria de estos pocos era
extremadamente escasa, un instinto los guiaba por el nuevo sendero,
indicándoles que la única solución estaba en las masas populares, cuyo sano
espíritu era ajeno a las componendas con los opresores y explotadores. En
realidad, esto fue el comienzo del reagrupamiento de clases que, más tarde,
habría de jugar papel destacado en las actividades políticas del país. De una
parte, los que provenían de familias terratenientes o burguesas tomaron partido
por las fuerzas reaccionarias; y de otra, los menos, pasaron a luchar por la
causa de los trabajadores. Al lado de éstos estuvieron, durante cierto tiempo,
algunos pequeño-burgueses poco más o menos radicales e «izquierdizantes» que,
con el correr del tiempo, traicionaron los intereses nacionales, poniéndose al
servicio del imperialismo.
Vale la pena reseñar lo
que se llamó la Revolución de las Pipas, Resultó que el pequeño grupo de
privilegiados antes aludido se había provisto de unos dieciocho toneles o
pipas. Los llenaban diariamente de agua, acaparándola, para su propio y
exclusivo baño, en detrimento de la inmensa mayoría de los presos. Así,
mientras aquel pequeño grupo disfrutaba de agua en demasía, la gran masa
estudiantil carecía totalmente de ella, situación por demás odiosa e irritante.
. El hecho de ser propietario de tantas o cuantas pipas no les daba el derecho
de acaparar el agua. Una buena mañana, cuando la indignación colectiva había
llegado al paroxismo, salió una turba enfurecida y derramó el agua de las
pipas, declarando que el agua era de todos y que las pipas quedaban
«socializadas», es decir, propiedad de la comunidad. La minoría aprovechadora
no se atrevió a hacer ninguna oposición, y aceptó la medida adoptada por la
mayoría «subversiva».
A mediados de 1929, la
dirección de la Federación de Estudiantes consideró conveniente organizar un
ciclo de charlas sobre temas políticos, literarios, estudiantiles, económicos y
científicos en general, en vista del éxito obtenido por Pío Tamayo en unas
conferencias informales que dictó durante la noche, al auditorio del calabozo
número 6, sobre las actividades revolucionarias desarrolladas por los
opositores a la dictadura de Gómez, en los países del Caribe.
Como ya se había iniciado
la escisión en las filas estudiantiles, algunos de los detenidos sintieron
curiosidad por conocer cuál era la naturaleza del marxismo y en qué consistía
el sistema socialista. Muy pocos eran los que poseían una idea, aunque
incompleta y lejana, de lo que eran ambas cosas, ya que el aislamiento en que
Gómez había mantenido a Venezuela durante veinte años hacía imposible que las
nuevas generaciones conocieran las grandes corrientes políticas universales.
Los estudiantes de Ciencias Políticas eran, quizá, los únicos que habían leído
algo sobre el particular. En efecto, en los estudios de Derecho Constitucional,
de Filosofía jurídica y en los de Economía Política, se habían enterado, aunque
superficialmente, de las doctrinas económicas, políticas y filosóficas
conocidas como marxismo, anarquismo y socialdemocracia. El resto del
estudiantado, por regla general, no conocía ni siquiera los fundamentos
filosóficos, económicos y políticos de la democracia burguesa. Para satisfacer
la justa curiosidad de la mayoría, se pensó en que alguien dictase una charla
sobre el socialismo y el marxismo. La persona seleccionada para ello fue Juan
Bautista Fuenmayor, en cuyas opiniones confiaban muchos estudiantes y en quien,
infundadamente, suponían conocimientos muy profundos sobre la materia. En papel
de estraza y con un lápiz de grafito, empezó Fuenmayor a escribir lo que habría
de ser la primera conferencia sobre marxismo y socialismo, que se dictara en
Venezuela durante el régimen de Gómez. Pío Tamayo colaboró con Fuenmayor en la
preparación de la conferencia.
Fuenmayor intentó realizar
lo que él consideró un análisis objetivo, desapasionado, del marxismo y del
socialismo; pero no para erigirse en crítico destructor, sino para aceptarlos
desde un punto de vista científico y filosófico. No por razones sentimentales o
de mera justicia.
Para aquel entonces
existía gran confusión acerca del significado de la palabra «socialismo», pues
las personas reaccionarias la tomaban como antítesis de marxismo y de
comunismo. Para esas personas ser «socialista» era elegante, chic; en cambio,
ser comunista o marxista era algo horrendo. También solían confundirse los
términos «anarquismo» y «comunismo», a causa de que los anarquistas se
proclamaban comunistas anárquicos. Fuenmayor quiso establecer las necesarias
diferencias para llegar a la conclusión de que el marxismo, tomado como
doctrina y práctica de la vida social, es lo que se denomina «socialismo» o
«comunismo»; pero en el bien entendido de que la diferencia entre ambos no era
otra que la existente entre dos etapas sucesivas del desarrollo de la sociedad
sin clases; y de que el marxismo no se limita al campo de las ciencias
sociales, sino que es un método de investigación científica aplicable también a
las ciencias físicas y naturales.
Fuenmayor polemizaba
también con la propaganda que pretendía presentar al comunismo, marxismo y
socialismo, como doctrinas destructoras de la libertad humana. Por ello
afirmaba, al hablar de la instauración del socialismo como primera etapa de la
revolución, lo siguiente: «Porque, efectivamente, no es que se destruya la
democracia, sino que se realiza íntegra».
Fue tal la repercusión del
discurso de Fuenmayor, que don Rafael Arévalo González se decidió a dictar otra
conferencia para refutar a Fuenmayor. Y así fue. A los pocos días el héroe del
civismo en Venezuela se presentó también ante el auditorio. Sus palabras
iniciales fueron éstas: «La conferencia del señor Fuenmayor corta más por el
lomo que por el filo», con lo cual quería significar que, lejos de servir para
defender el marxismo, lo que había hecho era hundirlo.
La conferencia de
Fuenmayor no estaba exenta de errores o inexactitudes sobre el marxismo, hijos
de su escaso conocimiento sobre la materia. Pero no era eso lo que don Rafael
quería explotar, pues sus críticas se hacían desde la extrema derecha y con un
conocimiento del marxismo todavía más insuficiente que el de Fuenmayor.
El conjunto de los presos
de «El Rastrillo» se dividió todavía más profundamente, con motivo de las
conferencias de Fuenmayor y don Rafael. Se invocó la necesidad de la armonía
estudiantil y, sobre todo, la solidaridad entre presos, enemigos de Juan
Vicente Gómez. Los ánimos se fueron aplacando, pero continuó la labor
proselitista callada, con el propósito de formar núcleos que habrían de actuar
el día en que lograran su libertad. De allí salieron algunos de los que habrían
de llegar a ser líderes del movimiento marxista venezolano.
UN
AÑO DE DERROTAS
El año de 1929 fue rico,
como ninguno, en acontecimientos políticos de primera magnitud. Pero la mayoría
de esos acontecimientos, aunque lecciones y experiencias valiosas para los
venezolanos, no hicieron avanzar el movimiento revolucionario, sino que lo
diezmaron, y hasta pudiéramos decir que lo hicieron retroceder; porque no
fueron victorias populares, éxitos de la oposición a la tiranía gomecista, sino
graves derrotas militares que desalentaron al pueblo.
1.' JUAN VICENTE GÓMEZ SE PROVEE DE UNA
MARIONETA
En el mes de abril de 1929
finalizaba el «período constitucional» iniciado en 1922. El Congreso Nacional
debía «elegir» un nuevo Presidente para los siete años venideros. En esta
oportunidad, sin embargo, Juan Vicente Gómez hubo de rehusar la Presidencia, una verdadera sorpresa para todo el mundo. Ni corto ni perezoso, Gómez
les hizo saber a los genuflexos congregantes que debían elegir a una persona
que «obrara en todo de acuerdo con él». El viejo cazurro ya había escogido al
hombre que necesitaba, el doctor Juan Bautista Pérez. Elegido el 23 de mayo,
limitase a firmar los documentos que le eran presentados por sus ministros.
Detrás del trono se encontraba el verdadero gobernante, que movía todos los
hilos de la trama política, lo que equivale a decir que Juan Vicente Gómez se
había provisto de un simple muñeco que movía las manos a su antojo.
¿Qué pretendía ocultar? La
verdadera razón del «cambio» presidencial era la temible crisis económica
mundial que empezaba a sentirse en Venezuela. Así, el doctor Juan Bautista
Pérez estaba destinado a servir de cabeza de turco, sobre la que habrían de
descargarse todas las iras del pueblo.
En 1931, cuando la crisis
estaba en su apogeo y la situación económica hacía insostenible la posición del
Gobierno, el Congreso Nacional depuso al Presidente Pérez, bajo la acusación de
haber sido el causante de la crisis económica y de la dilapidación del tesoro
público; del hambre, la miseria y el desempleo de las masas laboriosas
venezolanas y de la quiebra de las clases poseedoras; y, por si fuere poco, de
haber permitido la entrada de las ideas comunistas en Venezuela, en razón de
que bajo «su» gobierno se iniciaron las primeras labores de organización del
Partido Comunista. Los «representantes de la soberanía popular» lo despojaron
de su cargo para designar, al eterno Presidente de los venezolanos: JUAN
VICENTE GOMEZ.
La oposición se quedó con
la boca abierta de estupor. No entendía nada de cuanto estaba ocurriendo y no
hacía más que denigrar de aquel «pueblo ignaro, servil y estúpido», que no se
sacrificaba en la calle ni derramaba su sangre para llevarla al poder.
La que desplegó Juan
Vicente Gómez en 1931 dio sus frutos de inmediato Gómez lograba aislar de sus
clases de origen a los caudillos de la oposición, al mismo tiempo que
organizaba un frente de oposición contra las masas laboriosas, a base de todos
los explotadores del trabajo ajeno. Gómez se aprestaba con la mayor
anticipación a luchar contra los comunistas.
2.EL ALZAMIENTO DE «SANTO CRISTO»
El 28 de abril de 1929 se
levanta en armas contra la dictadura el general José Rafael Gabaldón, seguido
de un grueso núcleo de trabajadores de su hacienda «Santo Cristo». El general
Gabaldón esperaba, de acuerdo con los planes convenidos, que otros hombres se
alzaran en distintos lugares del país.
Gabaldón ignoraba que
había sido aplazada la sublevación para el 5 de mayo. Igualmente ignoraba que
López Contreras no se alzaría en Caracas con las fuerzas bajo su mando, y que
tampoco lo haría Emilio Fernández, quienes, al parecer, no estaban
comprometidos a hacerlo. El alzamiento de «Santo Cristo» prendió una llama de
esperanza en el corazón de todos los venezolanos, que veían acercarse, por fin,
el término de la pesadilla gomecista.
Sin embargo, informado
Gabaldón del aplazamiento de la acción para el 5 de mayo, y en vista de que no
se producían las acciones guerrilleras convenidas, viéndose solo y abandonado, resolvió
deponer las armas y correr los riesgos de la venganza en las mazmorras de
Puerto Cabello. Allí debían permanecer hasta 1935, fecha de la desaparición del
tirano.
3.EL ALZAMIENTO DEL GENERAL NORBERTO BORGES
En mayo de 1929, es decir,
días antes de la elección del doctor Juan Bautista Pérez, estalló otro
movimiento armado, dirigido por el general Norberto Borges. Tratábase de tomar
militarmente las localidades cercanas a Caracas, para luego asaltar y
apoderarse de ésta, no sin antes privarla de comunicaciones y abastecimientos.
El movimiento fracasó por falta de recursos bélicos, ausencia de apoyo de masas
y por la escasa organización de que disponía.
4.EL ASALTO A CURAZAO
En 1927, En el extranjero,
donde residían muchos venezolanos preocupados por los problemas políticos de la
Patria, se contraponía la tesis invasionista caudillesca a la de la
organización de las masas en el interior del país. En estos tiempos, el
movimiento revolucionario mundial estableció los primeros nexos con el
movimiento popular latinoamericano.
En noviembre con ocasión
del X aniversario de la Revolución Bolchevique, concurrieron a Moscú numerosas
delegaciones de obreros e intelectuales. Terminados los festejos se reunieron,
por primera vez, tales delegaciones para discutir los problemas de la América
Latina. Sobre Venezuela se llegó a la conclusión de que el camino correcto no
era el de organizar partidos de la burguesía en el extranjero, sino el de
volcar todos los esfuerzos en el trabajo de organización sindical y del Partido
Comunista en el interior del país; que los comunistas debían regresar a
Venezuela, y que quienes no pudieran hacerlo debían irse a Colombia, Curazao y
Trinidad para contribuir a la suprema tarea de organizar a las masas
venezolanas, política y sindicalmente.
En marzo de 1928 se había
organizado en Ciudad de México el Partido Revolucionario Venezolano (P.R.V.)
por exigencia de Tejada, poderoso gobernador de Veracruz, y de Luis Morones,
líder supremo de la Confederación Regional Obrera de México (C.R.O.M.), para
poder entregar a los desterrados venezolanos las armas y el dinero que
solicitaban, con vistas a invadir a Venezuela. El P.R.V. llegó a funcionar
solamente en algunas ciudades de este continente pero no llegó a contar nunca
con adeptos ni organización dentro de Venezuela. No era, pues, sino una fachada
para la realización de planes expedicionarios de algunos caudillos civiles y de
líderes intelectuales desterrados.
Gustavo Machado, uno de los
líderes del P.R.V., estaba en Ciudad de México, y allí se enteró de las
opiniones de la Internacional Comunista, Por ello, hizo inmediato viaje a
Curazao con el propósito de realizar una invasión armada a Venezuela, plan
formulado por un reducido grupo conspirativo de miembros del Partido
Revolucionario Venezolano bajo la dirección del propio Machado.
Fue así como, a comienzos
del mes de junio de 1929, se produjo el golpe de audacia contra la dictadura
gomecista, el asalto a la fortaleza militar de la isla holandesa de Curazao,
para adueñarse del necesario armamento e invadir a Venezuela. Consumada la toma
de la fortaleza y no encontrando las armas y pertrechos que suponían en ella,
ocuparon el vapor «Maracaibo» para que los condujese a las costas venezolanas.
Tras escaramuza con las fuerzas aduaneras de La Vela de Coro, tomaron el camino
de la ciudad de Coro y el encuentro con
las fuerzas gubernamentales, les hizo desistir del propósito de asaltar la
ciudad por sorpresa, Hubo un «sálvese quien pueda». Algunos campesinos de la
región dieron albergue a Machado y a Urbina. Pasaron la frontera y se pusieron
a salvo en Colombia.
El asalto de Curazao
terminó como suelen terminar todas las aventuras. Su planeamiento fue el
producto de la ideología burguesa de las fuerzas integrantes del P. R. V., que,
carentes de respaldo político popular en el interior de Venezuela, recurrían al
prestigio caudillescó, pues faltaría lo principal, que era poner en pie de
guerra al pueblo y derrotar a Juan Vicente Gómez.
Quedó demostrado que
solamente la organización del pueblo podía crear las premisas para las luchas
por la libertad y por la eliminación de la injerencia extranjera en Venezuela.
El acto calificado por la
Internacional Comunista como garibaldiano, que pretendía exportar la revolución
a Venezuela. La revolución ni se exporta ni se importa. Se organiza y se
realiza con las masas dentro de cada país, o no será hecha.
Por la falta de sólida
organización política de masas, todos los movimientos armados habidos,
tendentes a derribar la sangrienta dictadura de Gómez, adolecían del mismo mal:
falta de programa democrático concreto, ausencia de reivindicaciones para los
trabajadores, sobre todo para el campesinado. Apenas ofrecían unas vagas y
problemáticas elecciones populares para integrar el nuevo Gobierno; pero ningún
propósito de transformar básicamente la estructura semi- feudal de la nación;
ninguna consigna de rescate de la soberanía nacional y de sus riquezas. Todo se
limitaba al objetivo de derrocar al tirano. Nada más.
El error fundamental
estaba en la falta de orientación hacia las masas, en la falta de esfuerzos y
recursos para llegar al pueblo, tal como lo indicaba la carta de la
Internacional Comunista.
LOS MOVIMIENTOS DE 1928 Y DE
1929 NO FUERON
DEMOCRATICO-BURGUESES
Los acontecimientos de 1929 revelan que habían madurado algunas de las
condiciones para el derrocamiento de la dictadura absolutista; pero que no
existían- todavía elementos de crisis revolucionaria. La lucha de clases, es
cierto, había llegado a un alto grado de tensión, que culminó en aisladas
manifestaciones de lucha armada, pero los terratenientes, la pequeña burguesía
y los contados burgueses industriales que estaban contra la dictadura no
deseaban un cambio abrupto de la estructura económica de la nación, ni de la
forma del Estado. La pequeña burguesía y la escuálida burguesía industrial no
se planteaban una verdadera revolución.
Si se toma en cuenta la estructura económica y social de la Venezuela de
1929, se llega fácilmente a la conclusión de que sólo los sectores industriales
hubieran podido hacer el esfuerzo, con posibilidades de éxito, de organizar y
dirigir la revolución democrática, salvo, claro está, los vinculados
económicamente a la industria petrolera y a las empresas industriales de la
familia «reinante». Los otros sectores capitalistas venezolanos de entonces
eran simplemente importadores de mercaderías imperialistas, o exportadores de
frutos y materias primas de los latifundios semifeudales, amén de los escasos
banqueros y prestamistas que esquilmaban a la población venezolana. Ni unos ni
otros tenían interés en la revolución democrática, en la desaparición del
latifundio, en la expropiación y nacionalización de los capitales extranjeros;
todo lo contrario, tenían marcado interés en su mantenimiento. Por eso apoyaban
abiertamente a la dictadura.
La naturaleza clasista de la oposición impedía que se desatara un
poderoso movimiento guerrillero campesino en toda la nación, en todos los
rincones, que desarticulara toda la administración pública, y que fraccionase
el ejército del gomezalato, sin permitirle la ejecución de un plan estratégico
de conjunto.
La fuerza política más grande de la Venezuela de entonces eran las masas
campesinas, cuyo peso específico estaba fuera de toda ponderación. El carácter
masivo de un movimiento guerrillero campesino hubiera sido irresistible e
imposible de dominar.
Pero la oposición, encabezada por los terratenientes, actuó siempre
dispersa, en acciones aisladas, sin ninguna coordinación, sin dirección única y
centralizada, presa de pavor ante la posibilidad de una insurgencia campesina. No
es de extrañar, pues, que el movimiento de masas iniciado por los estudiantes
en 1928, no lograse cristalizar y desarrollarse como un auténtico movimiento
revolucionario democrático burgués. Las masas tuvieron forzosamente que virar hacia
otro lado. Y así fue, por razonamiento lógico o por intuición revolucionaria o
por simple instinto de lucha, un grupo de estudiantes de origen pequeño-burgués
resolvió echar las bases del movimiento comunista venezolano, o, lo que es lo
mismo, organizar a la clase obrera, para que ésta asumiera la dirección de la
revolución democrática, indispensable puente hacia el socialismo.
LAS PRIMERAS LUCHAS DE LOS MARXISTAS DENTRO
DE VENEZUELA
El período comprendido entre el excarcelamiento de los estudiantes y el
29 de mayo de 1931, fecha en que un grupo de estudiantes y obreros marxistas es
reducido a prisión, fue de elaboración de proyectos terroristas para eliminar
físicamente a Juan Vicente Gómez, los cuales no llegaron siquiera a un comienzo
de ejecución. Lo fue también de elaboración de propaganda escrita
revolucionaria, destinada a la clase obrera. Y, en general, de preparación del
advenimiento del Partido Comunista.
En realidad, en el reducido grupo de estudiantes que resuelve tomar el
camino revolucionario, existía gran confusión ideológica. Se alternaban en él
tendencias individualistas pequeño-burguesas, anarquistas, con actividades
propias de la clase obrera y viejos métodos de los caudillos terratenientes que
habían imperado hasta entonces. En definitiva, por inmadurez política y
carencia de conciencia proletaria, se ponía a la clase obrera, con sus formas
propias de lucha, al servicio de los caudillos de la oposición, sin pacto ni compromiso
alguno que le garantizase el logro de específicas ventajas de clase.
Un puñado de personas, Francisco José Delgado, Juan Bautista Fuenmayor y
Rodolfo Quintero entre ellas, organizaron el trabajo de agitación, propaganda y
formación de grupos revolucionarios. Se empezó por editar, cada semana, en un
multígrafo que había sido de la Federación de Estudiantes, unas hojas sueltas
que llevaban por título «25 LECCIONES PARA OBREROS». ». La distribución de las
lecciones creó el venero de las futuras células del Partido Comunista. . La
aparición de tales lecciones motivó la creación de un cuerpo de sesenta espías,
dedicados a descubrir a los autores.
La inquietud revolucionaria se concretó a organizar y agitar a la clase
obrera en particular, y al pueblo en general. Un trabajo cónsono con la nueva
ideología. En este camino, seguir editando, con redoblado esfuerzo, las
lecciones para obreros, y dedicarse a la lectura de los clásicos del marxismo,
a dictar charlas en reducidos grupos clandestinos y a la capacitación de nuevos
partidarios. La cultura marxista del grupo era todavía muy escasa; Ya en 1928,
con motivo del movimiento estudiantil en auge, la dictadura empezó a calificar
de comunistas a cuantos hombres y mujeres hacían parte del mismo e hizo
reformar la Constitución en el sentido de prohibir la propaganda de aquella
doctrina. Esto trajo como consecuencia la imposibilidad de organizar legalmente
el Partido Comunista y la de vender públicamente libros marxistas. Se
suscitaron, por cierto, graciosas escenas, a causa de la crasa ignorancia de
los esbirros gomecistas. En una ocasión retiraron «El Comunismo de las
Hormigas», un libro de excelente literatura, ajeno por completo al ideario
marxista; en cambio, dejaron «El Capital», de Carlos Marx, porque su solo
nombre sugería la defensa del régimen capitalista.
En las postrimerías de 1930, Raúl Osorio Lazo, estudiante de Valencia
que presumía de ser el más intransigente de los revolucionarios, había
intentado iniciar la organización del Partido Comunista. Al efecto, reunió, a
un grupo de estudiantes que, en una u otra forma, habían manifestado simpatías
por el comunismo, Esta peregrina iniciativa no cuajó porque entre los
promotores surgieron rivalidades y discrepancias. Faltaba también la necesaria
confianza recíproca para iniciar una tarea de esa índole. Osorio Lazo y su
grupo también habían venido editando unas hojas sueltas que se intitulaban: «Lo
que todo obrero debe saber», de contenido similar a las «25 Lecciones para
Obreros», aunque con menor dosis de anarquismo.
En los análisis que posteriormente se realizaron acerca de los orígenes
del Partido Comunista de Venezuela, confirman que las «Lecciones para Obreros»
y «Lo que todo obrero debe saber», fueron la base fundamental del futuro
Partido Comunista, organizado el año siguiente. Por ello, toda la actividad de
los marxistas dentro del país, en los años de 1929 y de 1930, debe colocarse
entre los antecedentes que condujeron a la creación del P.C.V. Las actividades
del Partido Revolucionario Venezolano, del que hemos hablado anteriormente con
motivo del asalto de Curazao, no pueden ser consideradas como parte de la
prehistoria del Partido Comunista, ya que no estaban dirigidas a la difusión
del marxismo en Venezuela ni a la organización de la clase obrera.
NACIMIENTO
DEL PARTIDO DE LA CLASE OBRERA
Convencidos de la inutilidad e incorrección de los métodos terroristas y
de la esterilidad del trato con los caudillos de la oposición; comprendiendo
que las clases poseedoras les tenían desconfianza y miedo, hasta el punto de
confesar que preferían quedarse con Juan Vicente Gómez antes que pactar con
ellos, los marxistas resolvieron limitarse al trabajo político de masas, a
sabiendas de los riesgos que ello envolvía y del reducido campo de acción de
que disponían.
En los meses de enero y febrero, los hermanos Mariano y Aurelio Fortoul,
recién llegados de Estados Unidos y Francia, respectivamente, habían procedido
a fundar en Caracas, clandestinamente, algunas células o grupos y un Comité
Organizador; y a enviar a Raúl Osorio a Valencia para iniciar allí la
organización del Partido, cosa que naturalmente no hizo, pues estaba pendiente
de cuanto se hacía en Caracas, y, sobre todo, del puesto que le iban a dejar en
el futuro Comité Central. Así las cosas, en marzo o abril, llegó a Caracas un
norteamericano. Se hacía llamar John Sacks, pero su verdadero nombre era Joseph
Kornfeder. Venía de Colombia, donde cumplía la tarea de ayudar a transformar en
Partido Comunista el viejo y pequeño- burgués Partido Socialista Revolucionario.
Era delegado de la Internacional Comunista y egresado de la Escuela Leninista
de cuadros. Traía la dirección de Kotepa Delgado y dijo que quería entrar en
relación con Aurelio y Mariano Fortoul, cosa que Kotepa Delgado le facilitó en
el más breve plazo posible.
Kornfeder inauguró un cursillo elemental de capacitación marxista, que
comenzaba a las ocho de la noche; y uno superior para los ya iniciados en la
doctrina, que comenzaba a las dos de la tarde y concluía a las siete de la
noche. En ambos se obtuvieron las primeras nociones de organización y de
aplicación del marxismo a la realidad material. Los cursantes pudieron darse
cuenta de que con los conocimientos adquiridos estarían en capacidad de
realizar una lucha política victoriosa contra la dictadura. Pero cuando estaban
en el apogeo del entusiasmo, ocurrieron los desdichados acontecimientos que
paralizaron y trastornaron la organización del Partido.
Kornfeder no solamente se proponía adoctrinar a un grupo de jóvenes
marxistas venezolanos y prepararlos para la lucha, sino que aspiraba a dejar
constituidos los órganos directivos regulares del recién fundado partido. Al
efecto, se disponía, junto con los hermanos Fortoul, a organizar el Comité
Central, el Buró Político y el Secretariado nacional, además del Comité
Regional del Distrito Federal. Se tenía a Carmen Fortoul, a la sazón en Bogotá,
como candidata a la Secretaría General efectiva, y a Juan Bautista Fuenmayor,
como el hombre que haría frente a los problemas de la Secretaría General, pues
la presencia de Carmen Fortoul, cuyo seudónimo era Inés Martell, no debía ser
conocida por el grueso de los militantes. Participarían también en la dirección
Aurelio y Mariano Fortoul, Kotepa Delgado, Víctor García Maldonado, Raúl
Osorio, Ramón Abad y otro más que no había sido seleccionado todavía. En el
Secretariado estarían Inés Martell, Aurelio Fortoul y Juan Bautista Fuenmayor. Inés
Martell era una militante de sólidos conocimientos marxistas y de una elevada
cultura general, de formación fundamentalmente europea.
Antes de la llegada de Komfeder, la naciente organización había
realizado labores de agitación entre los trabajadores de Caracas, aprovechando
la crisis económica, el desempleo reinante y el descontento político contra la
dictadura. Su primera actividad entre las masas tuvo lugar cuando algunos
núcleos de desempleados resolvieron hacer una manifestación callejera pidiendo
trabajo, pero aclamando a Gómez para evitar que la Policía le atribuyera un
carácter «subversivo». Los nuevos revolucionarios actuaron en la manifestación,
con algunos cartelones que contenían sentidas consignas de lucha. A pesar de la
estratagema de los trabajadores, la Policía disolvió la manifestación mediante
sus consabidos métodos del garrote y la «peinilla». Los «agentes del orden» no
tuvieron noticias concretas de la participación de los marxistas, pero lo
sospecharon.
Los sucesos causantes de la prematura prisión de los organizadores del
nuevo partido ocurrieron así: un militante, llamado Felipe Escobar, recibió,
como lo habían recibido todos, un manifiesto impreso, firmado por el Comité
Central del Partido, relativo a la conmemoración del Primero de Mayo, en el
cual se daba a la clase obrera la trascendental noticia de la constitución del
P.C.V. Como todavía Komfeder estaba en Caracas y los organizadores tenían clara
conciencia del carácter provisional de todo el trabajo realizado; de la
debilidad de la incipiente organización; de la falta de experiencia de los
militantes de base en el trabajo ilegal; y de la importancia atribuida por la
Policía a toda propaganda escrita, resolvieron aplazar la publicación o
distribución del manifiesto hasta que Kornfeder estuviera de nuevo en el
extranjero. Tenían la certidumbre de que la dictadura desplegaría toda su
fuerza represiva al tener noticias concretas de la existencia del nuevo
partido; y se paseaban por el grave peligro que correría Kornfeder, tan pronto
se iniciara aquel trabajo de agitación. Por ello resolvieron que sólo los
miembros del Partido conocieran el manifiesto, con la recomendación de
discutirlo en las células y devolverlo al Comité Organizador. Escobar,
completamente inexperto en labores de conspiración, mostró el manifiesto a su
amigo Simón Martínez, borracho desvergonzado y sin ninguna conciencia de clase,
a quien trataba de captar para el Partido. Este miserable soplón vio la
posibilidad de obtener de la Policía alguna recompensa monetaria; y, al efecto,
fue a visitar al prefecto de Policía, general Elias Sayago, gran verdugo del
pueblo, para imponerlo del contenido de aquel manifiesto y de la existencia de
un Partido Comunista en la clandestinidad. Sayago, ladinamente, le hizo creer
que no le interesaba aquel manifiesto, cuyo contenido simuló conocer; pero
ofreció una gratificación a Simón Martínez si le ayudaba a atrapar a los
autores. El trato se hizo a base de cien bolívares por cada persona capturada.
Simón Martínez devolvió el manifiesto a Escobar y le preguntó a dónde iría esa -noche, pues le
interesaba conversar con él. Esa noche Escobar recibía clase de Kornfeder, por
lo cual le manifestó que no podrían verse. Martínez, para saber a dónde iba
Escobar esa noche, lo siguió. Así dio con el lugar del cursillo de
capacitación. Se trataba de la oficina de arquitectura de Aurelio Fortoul,
situada de Maturín a Santa Bárbara. Martínez lo notificó al día siguiente al
prefecto Sayago, quien con varios agentes secretos se apostó en las
inmediaciones, al filo de la medianoche, en espera de que alguien, saliera de
la casa. Cuando Kornfeder salía, ya terminada la clase, los esbirros cayeron
sobre él y penetraron en la casa, deteniendo a Mariano Fortoul y a Raúl Osorio,
que dormían en ese inmueble; a Manuel Simoza y al propio Kornfeder, todos los
cuales fueron conducidos inmediatamente a La Rotunda. Escobar no había asistido
esa noche al cursillo, por lo cual su detención fue practicada al día
siguiente, cuando salía de su casa, gracias a las señas dadas por el asqueroso
delator. Aurelio Fortoul también fue detenido al amanecer en su quinta «Campo
Alegre», en Los Chorros. Víctor García Maldonado fue detenido, en la mañana de
ese mismo día, al penetrar a la oficina de Fortoul, ignorante dé las
detenciones practicadas la noche anterior. Y Kotepa Delgado, Ramón Abad León y
Juan Bautista Fuenmayor lo fueron a las dos de la tarde cuando intentaban hacer
otro tanto. De los asistentes a los cursillos se salvaron solamente Josefina
Juliac, cuyo seudónimo era Paula, y un militante cuyo seudónimo era Teniente,
que no asistieron esa noche.
En el trayecto hacia La Rotunda, Kotepa Delgado tuvo buen cuidado de
avisar a Ramón Rojas Guardia, también estudiante y gran amigo, que transitaba
entre las esquinas de Pajarito y La Palma, de que iban presos. Le silbó una
tonadilla, muy conocida entre estudiantes; y cuando Rojas volvió la cara,
Kotepa Delgado le dio señas de que iban presos. De esa manera pudo saberse de
la redada hecha por la Policía, de modo que todo el resto pudo ponerse a salvo.
En La Rotunda fueron requisados minuciosamente, hasta el punto de desnudarlos
por completo. Luego los metieron en distintos calabozos, totalmente incomunicados, sin ninguna clase de alimentos
ni de medios para dormir. Durante varios días se alimentaron con las migajas
que otros presos políticos, estacionados en el patio de enfrente, les arrojaron
por una claraboya. En las paredes había conmovedoras expresiones, escritas por
quienes les precedieron en los calabozos. Eran de dolor, de miedo, de odio...
Una decía: «¡Virgen Santísima, sálvame...!» Y otra rezaba: «¿Cuántos años me
faltan...?» Esta misma pregunta se hicieron los recién llegados, convencidos de
que un largo cautiverio los esperaba.
Después de amenazantes interrogatorios, todos los detenidos fueron
engrillados y reunidos en un mismo calabozo, menos Kornfeder, que fue dejado en
un calabozo aparte y sin grillos, y Aurelio Fortoul, considerado como
cabecilla, que fue encerrado en «El Caimán», estrecho y oscurísimo calabozo,
considerado el peor de todos. Engrillado también.
En «La Serpiente», que así se llamaba el calabozo en que los reunieron,
pasaron cinco días más de hambre; y sólo al cabo de ese lapso recibieron las
viandas enviadas por familiares. El primer día de comida fue un verdadero
hartazgo que pudo haberles costado muy caro, porque desde la detención hasta
ese momento la dieta había sido casi exclusivamente hídrica.
A poco de haber ingresado a La Rotunda, se dieron a la tarea de
organizar una célula de presos, bajo la dirección de Mariano Fortoul, mucho más
experimentado que los demás; con ello lograron avanzar en el proceso de
capacitación política y paliar el aburrimiento, el tremendo fastidio que hacía
exclamar al dirigente, con estentórea voz: ¡Qué será de nosotros dentro de cien
años...!
A los cien días justos fueron trasladados a otro calabozo, situado en el
patio que separaba las dos Rotundas, la Nueva y la Vieja. Se le conocía con el
siniestro nombre de «El Olvido», porque quienes tenían la desgracia de caer en
él eran prácticamente olvidados por sus carceleros. Un lugar de torturas, de
colgamiento por los testículos, de hambre y otros horrores.
En todas las cárceles de la época del gomezalato había calabozos con ese
nombre. Como la puerta de «El Olvido» era enrejada, le pusieron delante una
«cortina» de lona clavada en la pared, para que los detenidos no pudieran ver
hacia afuera ni comunicarse con nadie. Pero con todo, desde los primeros días
pudieron comunicarse con Kornfeder por escrito, quien deseaba saber el nombre
del autor de la declaración delatora que lo comprometía. Poco después Kornfeder
fue expulsado del país, rumbo a Estados Unidos.
En la cárcel, uno de los primeros actos fue el de hacer un recuento de
cómo cayó preso cada quién y cuáles las pistas que pudieron guiar a la Policía
para practicar las detenciones. De los relatos surgió con claridad la
explicación dada anteriormente. También se hizo un examen de la declaración
rendida por cada uno ante Sayago, para determinar si se habían cometido errores
o delaciones, como en efecto había ocurrido. Y aunque, en general, se trataba
de muchachos de corta edad, sin experiencia política, lo cual podía atenuar
responsabilidades, de todos modos las declaraciones permitía formarse un
concepto aproximado de aquellos con quienes se podría contar en el futuro.
No tenían muchos meses en «El Olvido» cuando, una mañana, como a las
cinco, se escuchó un gran estrépito de grillos y estentóreos gritos. Los ruidos
fueron acercándose hasta llegar a la reja. Alguien abrió la puerta y arrojó
dentro a un hombre de poco más de cincuenta años, de barba blanca, fornido,
alto y bien proporcionado, que vociferó al entrar:
—'¡Esta noche los degüello a todos...!
De inmediato pudo saberse que se trataba de un loco en el paroxismo del
furor. También, que estaba allí por orden del alcaide, de la cárcel, quien
había exclamado:
— ¡Métanle el loco en el calabozo a los bolcheviques para que los
martirice...!
La cosa no era, pues, para risa, pues precisaban convivir con el loco,
quién sabe por cuánto tiempo. La vida se haría, por tanto, más amarga. El loco
era nada menos que Jesús María Pacheco Arroyo, el «Tigre del Yaracuy», como él
mismo se autodenominaba, cuyas hazañas y locuras fueron dadas a conocer por
Kotepa Delgado, en un libro que fue publicado en Colombia, en 1935, bajo el
título de «Presidios de Venezuela».
Durante los tres años y medio de prisión, los marxistas estuvieron
siempre muy cerca de Pacheco Arroyo, quien terminó por convertirse en la
diversión única, con sus gracejos y travesuras. Hubieron de soportarlo dentro
del calabozo durante veintiún días consecutivos, día y noche; hasta que un cabo
de presos, un tal Parrita, lo sacó al patio.
Pacheco no era un loco homicida ni peligroso, a pesar de sus amenazas y
gritos, sino todo lo contrario, servicial, gracioso e inteligente, como pocos
locos suelen serlo. A poco de estar allí, bautizó a los nuevos compañeros de calabozo
con el nombre genérico de «apaches», porque, según decía, no eran tales
comunistas, sino franceses cayeneros que habían asaltado un Banco en esos días;
y a cada uno puso Pacheco el nombre que mejor le pareció. Mariano Fortoul era
«Mariano Gil Fortoul, hijo del padre Lozano»; Aurelio Fortoul, Marchetti, un
cayenero; Víctor García Maldonado, Manolo, otro cayenero que él había conocido;
Ramón Abad León, Ramón Saad, otro picaro que había estado en La Rotunda años
atrás; Kotepa Delgado era Carlos Mar, el Rey de los Mares, por contraposición a
Pacheco Arroyo, que era el Rey de las Aguas Dulces, como decía con mucha
gracia; Manuel Simoza, Pímentelito, «chiquitico pero hediondo»; el negro
Escobar era Mister Austin, un profesor trinitario que él conoció en el Liceo de
San José de Los Teques; Raúl Osorio era Mata, un pretendiente de una hermana de
Pacheco, con quien nunca había simpatizado, por lo cual solía decir:
—Mato, Mata, mataguaro no es guabina...!
De «El Olvido» fueron trasladados a otro calabozo. Igual en tamaño,
situado enfrente, más conocido con el nombre de «El Triángulo de la Muerte»,
donde, según cuentan, murieron de mengua y maltratos el general Camevalli
Monreal y otros muchos.
Para esa época les habían permitido usar colchonetas, mantas y otros útiles.
Algunos libros, como la «Historia Constitucional de Venezuela», de Gil Fortoul;
el «Tratado de Economía Política», de Lapidus, y el de Bogdanoff, llegaron a
sus manos. Todo esto, sin embargo, duró poco. Hacia marzo o abril de 1932, la
Policía redescubrió a la naciente organización comunista, que consideraba
extinguida por la prisión de sus líderes. Nuevos presos llenaron los calabozos
de La Rotunda, y la cólera de los déspotas se cebó en los rehenes. Les quitaron
las colchonetas y las mantas y los libros y todo cuanto tenían, dejándolos como
al principio. Desde aquel momento sus padecimientos aumentaron de nuevo, hasta
el día en que fueron expulsados del país.
Para colmo de males, una noche los sorprendieron sin grillos. Desde
hacía algún tiempo se habían ingeniado para despojarse de aquellos instrumentos
de tortura permanente, al menos durante la noche. Alguien los denunció, o los
guardias cayeron en sospecha; pero es lo cierto que, sigilosamente, éstos se
presentaron para sorprenderlos. Enfurecidos se llevaron los tales artefactos,
amenazando con miles de castigos si reincidían en ello. A la mañana siguiente
trajeron nuevos grillos, más grandes y pesados. Los detenidos prometieron
volver a quitárselos, cosa que hicieron durante el día siguiente, con ayuda de
los conocimientos técnicos de Mariano Fortoul. Cuando los guardias vieron de
nuevo destrozadas las chavetas de acero azul, montaron en cólera y volvieron a
remachar las cadenas. Se retiraron mascullando amenazas y comentando: — ¡Qué
fuerza tienen esos c... comunistas! ¡Miren cómo han roto las chavetas...!
Los venezolanos de hoy —valga la digresión— no tienen ni siquiera una
idea aproximada de lo que eran los grillos, pues apenas han visto en los films
los llamados grilletes, larga cadena con bola de hierro en el extremo. Los
grillos de Juan Vicente Gómez eran mucho peor que todo eso. Constaban de una
barra de hierro, uno de cuyos extremos remataba en una cabeza del mismo metal,
y el otro, provisto de una ranura, estaba atravesado por una chaveta o clavija
de acero, la cual se remachaba en frío sobre un yunque, en el momento de
aplicarle los grillos a la víctima. Al nivel de los tobillos, las piernas
quedaban metidas en sendas argollas, las cuales estaban atravesadas por la
barra en posición horizontal.
Amén del peso de aquellos artefactos diabólicos de tortura, el preso
sufría las consecuencias del permanente rozamiento de los hierros y de la
imposibilidad de dormir en otra posición que no fuese boca arriba, con los pies
levantados por causa de la barra, con el consiguiente enfriamiento de las
extremidades, por circulación defectuosa.
Había grillos de diferentes pesos, con diferentes nombres: los
«bregeteros», pequeños grillos de no más de 12 libras, pero de barra
excesivamente corta, con argollas provistas de salientes a manera de espuelas,
sumamente inconvenientes para dormir en el suelo; los «lecuneros», de unas 25
libras de peso, con más técnica, barras torneadas y argollas de precisión
mecánica, construidos en la Escuela de Artes y Oficios; y los «lebreños» o
grillos pesados, que solían tener 45 libras, 60 y hasta 90 de peso, de tosca
fabricación y defectuoso funcionamiento, que dificultaban más el paso y
mortificaban las car¬nes sobremanera.
Los grillos eran instrumentos de tortura permanente, pues ni un solo
instante se veía el preso libre de ellos, de sus pellizcos y dificultades. La
simple operación de ponerse los pantalones era un serio problema. El continuo
rozar con los tobillos y el tendón de Aquiles producía llagas, algunas veces
difíciles de curar; y siempre formaban dolorosos callos en ambos tendones,
acompañados de inflamación, agrietamiento y supuración. El preso solía sufrir
indeciblemente por el grado de hipersensibilidad de la parte afectada. Casi
todos los presos que cargaron grillos durante años, conservan las huellas en
las piernas, además de las indelebles en la mente, que duran toda la vida.
«EL APAMATE»
Poco después del segundo golpe represivo de la Policía contra el Partido
Comunista (marzo o abril de 1932), los detenidos en la primera redada fueron
trasladados a un calabozo llamado «El Apamate», de dimensiones similares a «La
Serpiente». Como estaba situado en el lugar denominado «El Manzanillo», patio
cubierto con planchas de zinc, carecía de luz y ventilación. Allí fueron también
a parar los nuevos militantes detenidos. Unos con otros sumaban 32, todos
engrillados. Tenían que pasar las veinticuatro horas del día con puertas y
ventanas cerradas, en medio de casi completa oscuridad y malos olores. Las
necesidades fisiológicas había que satisfacerlas allí dentro, en un recipiente
de lata al que denominaban «pollino». El «Apamate» era un recinto de nueve
metros por seis, sin espacio suficiente ni para dormir. La permanencia del
«pollino» dentro del calabozo se traducía en la permanencia de un olor
nauseabundo que envenenaba la atmósfera, ya de por sí recargada.
Afortunadamente, a la larga, la pituitaria se habituaba de tal manera a los
malos olores, como el molinero al ruido de su molino, hasta el punto de que las
víctimas terminaban por no darse cuenta de su existencia. A cada momento,
mientras otros comían, alguno se veía en la perentoria necesidad de utilizar el
«pollino» y, naturalmente, los malos olores se hacían más penetrantes; pero
ello no era obstáculo para continuar comiendo, sin dar lugar siquiera a una
leve protesta contra el inoportuno compañero.
Como ración de agua para cubrir todas las necesidades, recibían, cada
veinticuatro horas, cuatro latas de agua, de modo que, per cápita, la cantidad
del precioso líquido era irrisoria. Hasta el agua, pues, que es gratis y
abundante, les era negada, para mortificarlos y hacerles más pesada la prisión.
Exigua ración para lavarse la cara y manos, asear los platos, tazas y cucharas,
únicos enseres de comer y beber que se les permitía; y si algo sobraba por
estricta economía, Se le usaba por riguroso turno durante la semana, en la
limpieza de las partes íntimas del cuerpo. El agua, por lo demás, provenía de
un sucio estanque, jamás lavado ni renovado, donde se lavaban las manos enjabonadas
los cabos de presos, los ordenanzas y algunos empleados superiores de la
cárcel, después de haber defecado. Continuamente le caían los escupitajos de
los guardias de turno. En el fondo había gruesa capa de lodo, resultado de la
sedimentación de todas las inmundicias imaginables. No es de extrañar, pues,
que los detenidos enfermasen de colitis y de otros males de origen hídrico.
Eran tantas personas para tan poco espacio, que fue preciso delimitar
estrictamente el terreno de cada uno para poder dormir. Se marcaron rayas en
las paredes, fijadoras de los límites territoriales de cada uno. El espacio por
cabeza no llegaba a los cincuenta centímetros de ancho. Allí era preciso dormir
muy derechos, como rieles, para no invadir el terreno ajeno. Para mayores males,
los grillos fueron cambiados por otros más pesados, de 30 y 60 libras, porque
nuevamente se descubrió que las víctimas se despojaban de las cadenas para
dormir. Desde ese entonces, a quien encontraban sin grillos se les aplicaban
dos pares: uno con la barra por detrás, como era lo habitual, y otro con la
barra sobre las tibias. Así fueron castigados Kotepa Delgado y el Paisita
Useche, Cupertino Muñoz y otros. Con semejante cantidad de hierros en los pies,
el preso no podía moverse para ningún lado; y era preciso auxiliarlo llevándole
las cosas hasta donde él estaba. El castigo solía durar dos o más meses.
Merece comentario especial la alimentación que se les daba. Mientras las
cosas no iban en la peor forma, algunos recibían viandas de sus respectivas familias.
Como sólo una minoría tenía ciertas posibilidades económicas, pocas recibían y
era preciso distribuirlas en partes iguales, lo cual quiere decir que la
cantidad que tocaba a cada uno era bien reducida. Para facilitar la tarea se
mezclaban todos los alimentos en un recipiente. Allí se echaban las sopas, el
arroz, la carne, los plátanos, en fin, todo, para hacer un revoltillo que
recibía el nombre de «argamasa». La comida se recibía fría, varias horas
después de haber llegado al penal; por tanto, las grasas estaban coaguladas. Es
de suponer que, de vez en cuando, los guardias les añadían algunas drogas o
productos venenosos, porque, con cierta periodicidad, se presentaban
intoxicaciones bastante graves, con diarreas colectivas espantosas, grandes dolores
en el vientre, gases y otros síntomas inequívocos. Las consecuencias de estas
intoxicaciones generales, de las que no se salvaba nadie, se prolongaban hasta
el día siguiente, cuando todos amanecían enfermos, desencajados, adoloridos,
sin ánimo para levantarse, más pálidos y ojerosos que de costumbre. Cuando
tales intoxicaciones se presentaban, las cuatró latas keroseneras de los
«pollinos» eran insuficientes.
Y cuando las cosas no iban
bien; los vándalos suprimían los alimentos recibidos de los hogares y los
tomaba el general Volcán para sí, para algunos de sus subalternos y para los
cerdos que allí engordaba. La alimentación se reducía entonces al rancho de la
cárcel. A las cinco de la mañana, un vaso de hojalata lleno de «guayoyo»,
infusión apenas endulzada, de maíz quemado y molido. A la hora del almuerzo,
por toda ración, un plato de fríjoles con arroz, más arroz y agua que fríjoles,
mal cocidos y peor condimentados, a lo cual se añadía una arepa vieja, dura y
mohosa, que más que una arepa parecía una piedra. Por la tarde, un bote de
«templiche», especie de atol de harina de maíz tostado, también escasamente
endulzado. Nada de grasas, nada de proteínas, nada de materias azoadas.
Vitaminas... ni de los rayos solares.
Cuando la presión familiar era muy grande o cuando la campaña
internacional de protestas exigía al Gobierno mejor alimentación para los
presos, volvían a pasarles las viandas hogareñas. Se les cortaba el pelo una
vez en el año, por lo cual se veían condenados a la melena enmarañada y sucia,
que caía sobre los hombros. Cuando llegaba la esperada oportunidad, una máquina
número cero los pelaba al rape. Fue preciso que se ingeniaran para poder
cortárselo con más frecuencia; y así, por carecer de navajas y tijeras,
artefactos de prohibido uso en la cárcel, se Ies ocurrió quemárselo, utilizando
para ello la llama de una vela y un peine de aluminio. El procedimiento, usado
por primera vez por Fuenmayor, se generalizó con rapidez en el calabozo, no sin
asombro de las autoridades carcelarias al verlos con los cabellos y barbas
cortados, sin acertar a explicarse el fenómeno.
Fue en «El Apamate» donde funcionó con mayor eficacia una célula de
presos. Eligieron un Buró, compuesto de cuatro miembros, y, dividieron el
conjunto de los 34 detenidos, en cuatro núcleos, a fin de poder hablar en voz
baja sin ser oídos por los carceleros. Los domingos hacían asambleas de todos
los miembros de la célula, para oír los reclamos sobre la conducta de unos y
otros, juzgar y criticar, educar y formar la conciencia revolucionaria de
todos. También allí se ventilaban problemas relativos a la comida, al aseo, a
la salud colectiva e individual.
Existían varias comisiones permanentes, encargadas de dirigir las
distintas actividades del calabozo. Una Comisión de Propaganda, encargada de
preparar los materiales de capacitación y de mantener vivo el interés de los
compañeros en problemas de índole política. Una Comisión de Higiene, a cuyo
cargo estaba el lavado periódico del calabozo, de la ropa y de los utensilios
destinados a la comida. Una Comisión de Salud, integrada por aquellos que
tenían algunas nociones sobre enfermedades y el modo de curarlas, y encargada
de suministrar las muy escasas medicinas disponibles y poner a dieta... a
quienes enfermaban del estómago. Por último, una Comisión de Comida, que tenía
que hacer milagros en el reparto equitativo de los alimentos. Más de un
incidente se produjo, aunque sin importancia, porque los ojos del preso
hambriento ven siempre parcialidad donde no la hay.
Gracias a esta organización pudieron convivir pacíficamente durante más
de dos años y medio, en un espacio tan reducido y en circunstancias tan
precarias, sin qué la armonía y fraternidad sufrieran y, por el contrario,
dentro del espíritu de mayor solidaridad humana concebible. Se evitaron peleas
personales, choques violentos y otras manifestaciones por el estilo, comunes
entre personas de diferentes caracteres, llenas de defectos y prejuicios y de
distinto nivel cultural. Aquella célula de presos fue modelo en su género, y a
ella debieron los habitantes de «El Apamate» el haber salido con vida de
aquella espantosa prisión, donde la miseria, el hambre, las enfermedades y las
terribles condiciones físicas y morales hacían de las suyas. La organización
celular, el método de vida adoptado, los cuidados prodigados por los unos a los
otros hicieron fracasar los negros propósitos de carceleros y verdugos. Sólo se
registró una baja durante aquella horrible temporada: Manuel Lorenzo Maldonado,
joven que fue reducido a prisión simplemente porque pretendió arengar al
Congreso desde las barras, en momentos que el Dictador presentaba su mensaje
anual. Había redactado un discurso que no pudo leer en su totalidad. En opinión
de los esbirros de la dictadura, tenía que tratarse, sin duda, de un «peligroso
comunista». Manuel Lorenzo se hizo comunista en la cárcel, una vez que hubo
conocido la doctrina marxista-leninista, a pesar de que entró al calabozo lleno
de miedo y aprensión contra los marxistas por todas las mentiras y estupideces
propaladas por la prensa reaccionaria. Sufría de espantosos ataques
epilépticos, que se le calmaban con pastillas de Gardenal. Susto tremendo
produjeron sus primeros ataques. Corría el año de 1933 cuando fue víctima de
varios en un mismo día. Presurosos pidieron a los carceleros que le trajesen
siquiera una pastilla de Gardenal, pero no hubo forma ni manera de obtenerla.
Los ataques arreciaban, hasta el punto de sufrir treinta y tres en el lapso de
veinticuatro horas, cosa superior a cualquier fuerza humana. Por ello sucumbió
en la mañana del día siguiente.
La escena de la muerte de Manuel Lorenzo Maldonado no es para ser
descrita.
Tomaban los presos el desayuno cuando fue víctima del último ataque.
Algunos atinaron a prestarle auxilio en el momento mismo en que expiraba. Fue
cosa de segundos. Los demás, presa de raro fenómeno psíquico, como bestias
acorraladas, continuaron desayunándose; pero no por insensibilidad —ni
pensarlo—, sino porque, en su concepto, se trataba de un ataque más y, en todo
caso, no era posible, no, que Manuel Lorenzo falleciera. No era posible. No.
Profundo silencio. Todos los ojos fijos en el muerto. No se resignaban a
admitir la trágica evidencia, y haciéndose a la idea de que simplemente había
perdido el conocimiento, continuaron en su tarea, muy atemorizados, espantados
diríamos.
Se levantaron instantes después, presa de indecible agitación, moviendo
los grillos desesperadamente, llamando a grandes voces a los inconmovibles
carceleros, para anunciarles la muerte del compañero. Al cabo de un rato vinieron
aquéllos, simulando mucha preocupación. No esperaban quizá tan rápido y trágico
desenlace. Trajeron un médico para examinarlo. En hombros, un grupo de presos
sacó el cadáver desnudo hasta el patio, donde permaneció por el resto del día,
tirado en el suelo.
Sumidos en el mayor estupor quedaron los presos de «El Apamate»,
rumiando los más negros pensamientos y convencidos de que, tarde o temprano,
correrían la misma suerte de Manuel Lorenzo: morir de mengua y desesperación,
en el mayor abandono, sin recursos médicos de ninguna clase...
Aquel día hubo un incidente más, que aumentó la excitación. El cabo de
presos Valerio García, ex policía juzgado por homicidio, es decir, el clásico
«cabo de presos», según la acertada definición de Pacheco Arroyo: «un cabo de
presos es un preso que se erige en verdugo de los otros presos», estaba
hondamente impresionado por el cadáver desnudo tirado en el suelo. Tenía un
miedo horrible. No se atrevía a pasar cerca de él ni a tocarlo. En ningún
momento dejaba de fijarle la mirada, como si temiese algo. Fuera por su miedo
supersticioso o por cualquiera otra razón, es lo cierto que llegó a creer que
el cadáver se movía. Como Manuel Lorenzo quedó con las arterias del cuello y
del rostro llenas de sangre, abultadas, y todo su cuerpo había sido untado de
aceite, daba la impresión de estar vivo todavía. Valerio corrió desesperado
dando gritos de terror: ¡Está vivo...! ¡Está vivo...!, lo cual determinó la
venida en tropel de guardianes y jefes para constatar el hecho, pero nada había
más incierto. Manuel Lorenzo estaba allí rígido, inerte, sin vida...
Por la noche, a eso de las nueve, fue sacado el cadáver
subrepticiamente, como si se tratara de ocultar un crimen. Envuelto en trapos
fue subido a un camión y conducido al cementerio. Ni siquiera habían tenido la
atención de participar la muerte a los parientes. Antes, por el contrario,
simularon que Manuel Lorenzo todavía estaba en el penal, pues tuvieron la
desfachatez de recibir a diario la vianda que aquéllos le enviaban. Sólo al cabo
de cierto tiempo lograron los presos, con graves riesgos, hacerle llegar a la
familia la ingrata noticia; pero estaba tan atemorizada por el terror de la dictadura
que, cuando los amigos iban a darle el pésame, simulaba sorpresa y asombro,
como si la ignoraran. A tanto podía conducir aquel régimen de oprobio y tiranía
inauditos.
La célula de presos, en luctuosa asamblea, acordó varios días de duelo
en memoria de Manuel Lorenzo. Se suspendieron los juegos y distracciones. Nadie
cantaba por las tardes como se acostumbraba. No se oía una risotada ni un
chiste, ni el murmullo de una conversación. Una tristeza general invadía los
corazones.
Al cabo de tres días, el Buró de la célula comprendió que era necesario
romper aquel estado psíquico, so pena de que ocurriesen ataques de locura u
otras manifestaciones de desvarío. Se restablecieron los juegos, se hizo adrede
mucho ruido con los grillos, y algunos lanzaron risotadas para estimular un
cambio en el conjunto, lo que por fin se logró después de varios días.
UN NUEVO ZARPAZO...
En marzo de 1933, la Policía dio un nuevo zarpazo al Partido Comunista,
con saldo de treinta presos, entre ellos el arquitecto Heriberto González
Méndez, recién llegado de París. Fueron recluidos en un calabozo grande, «La
Cueva del Guácharo», situado también en «El Manzanillo».
El prefecto Sayago comenzaba a convencerse de cuán errado estaba cuando,
al hacer los primeros presos en 1931, exclamaba en el colmo de la euforia:
—¡He acabado en pocas horas con el comunismo, cuando los gobiernos europeos
no han podido destruirlo en años...!
La aparición de nuevos brotes de organización y la irreductible voluntad
de los trabajadores que habían abrazado el marxismo lo dejaban ahora perplejo,
porque estaba acostumbrado a atemorizar fácilmente a cuantos se oponían a la
dictadura. Ahora se encontraba frente a una doctrina, que no podía ser
eliminada por medio del terror y que renacía con más fuerza, nimbada con la luz
del martirio de sus hombres. Ya se veía claro que las ideas revolucionarias
habían prendido en el pueblo venezolano de una vez para siempre y que nada ni
nadie podría desarraigarlas.
Los nuevos presos utilizaron el modelo de «El Apamate», aunque nunca
llegaron a tener una organización tan estable y eficiente. Era que entre los
últimos caídos había mucha broza, materia prima de inferior calidad y, sobre
todo, mucho menos trabajada y preparada. En el conjunto apenas se destacaban
Guillermo Mujica, González Méndez y Rafael Ignacio Mendoza. De los restantes,
muy pocos llegaron a ser realmente revolucionarios. Mendoza, andando el tiempo,
se hizo partidario de Acción Democrática y más tarde seguidor de los gobiernos
castrenses.
El hecho que produjo más alboroto entre todos los detenidos de La
Rotunda —políticos y comunes— fue la prisión de dos soldados del Cuartel San
Carlos. Entraron con el segundo lote de presos y se llamaban Cupertino Muñoz y
Luis Vicente Díaz. Con todo y su uniforme, fueron encerrados en los calabozos
por sus actividades revolucionarias dentro del cuartel. La mayoría de los presos que poblaba La Rotunda,
hombres de trabajo, hijos del pueblo, reservistas algunos de ellos, entendieron
el profundo significado de la prisión de aquellos soldados que se decían
comunistas. La penetración de las ideas marxistas entre la tropa —reclutada
forzosamente, ultrajada y humillada— significaba, en su concepto, la
insurrección popular en Venezuela en un plazo muy breve.
En «El Apamate», además de las actividades culturales y políticas,
también había algunas distracciones. Un juego de ajedrez fabricado de papel y
migas de pan era uno de los tesoros que guardaban los presos con mayor celo.
Para tenerlo tuvieron que abstenerse de comer pan por algunos días. Había
también un juego de dominó, que no se sabe cómo pudo llegar hasta el calabozo.
Pero como eran tantos para aquellos dos juegos, era preciso hacer cola para
jugar un rato.
Como parte del trabajo político se editaba un periódico semanal, escrito
en una gran pizarra de cartón. Fernando Key y Kotepa Delgado eran los
encargados de escribir en el periódico pequeños artículos. Se le dio el
humorístico nombre de «El Cochocho», para recordar la existencia de este
asqueroso y molesto insecto, victimario y obligado compañero de los presos.
Precisamente, en esos días, habían descubierto una horrible invasión de esos
grandes piojos blancos y amarillentos que no los dejaban dormir. De «El
Cochocho» se hizo una vez una gran edición en papel de estraza, con motivo de
no importa cuál celebración. Para no destruirlo después, resolvieron sepultarlo
en un muro del calabozo, con la esperanza de que algún día alguien pudiera
hallarlo. La Rotunda fue demolida en 1936 y no se sabe si fue encontrada
aquella reliquia.
Mariano y Aurelio Fortoul fueron segregados del grupo de «El Apamate« y
trasladados a un calabozo vecino, denominado, irónicamente, «Mon Bijou». Allí
permanecieron durante años, hasta el día en que fueron libertados. Para hablar
con ellos, sus compañeros construyeron un ingenioso teléfono, a base de una
tripa de irrigadora para enemas, que atravesaba el muro por diminuto agujero.
En cada uno de los extremos, una pequeña cometa de cartón y dos auriculares.
Así, acostados en el suelo, podían hablar en voz muy baja y Sostener una larga
conversación. A tan curioso artefacto le pusieron el nombre de «Tucuchate»
No menos importante fue la contribución de los presos de «El Apamate» al
trabajo de reorganización del Partido en la calle. Empleando los métodos más
ingeniosos, imposible de revelar aquí porque pudiera presentarse la oportunidad
de volverlos a utilizar, se mantuvieron por tres años y medio en permanente
comunicación con los encargados de dirigir y reorganizar el Partido.
Los consejos casi siempre fueron seguidos al pie de la letra, con el
consiguiente fortalecimiento de la organización. En Venezuela, el Partido
Comunista tuvo el mérito singular de haber sido el único que orientó y organizó
a las masas en las más feroces condiciones de terror que se hayan conocido en América,
mantenidas por Juan Vicente Gómez. Cuando la burguesía, llena de pánico, emigraba
a Europa para llevar una vida fácil y libre de riesgos; cuando la pequeña
burguesía, desilusionada, abandonaba la lucha, y sus líderes se instalaban en
las Antillas, las masas laboriosas se aprestaban a organizar su propio partido
y sus luchas específicas.
Desde la cárcel, los presos de «El Apamate» hicieron llegar largos
documentos; hasta los órganos dirigentes de la Internacional Comunista, así
como críticas al trabajo del Buró del Caribe y del Comité Auxiliar de Barranquilla
con relación a Venezuela. Ambos organismos habían sido creados conforme a los
Estatutos de la I.C., pero no llenaban su cometido porque pretendían dirigir el
trabajo del Partido Comunista de Venezuela por control remoto, pasando por encima
de su Comité Central. Desde el extranjero, y desligados de cuanto ocurría en el
interior del país, no era posible dirigir la revolución venezolana.
No hubo problema importante sobre el cual no dijeran los presos de «El
Apamate» sus opiniones oportunas al Comité Organizador. Arriesgándose diariamente
a ser descubiertos, cumplieron esta tarea, la más importante de cuantas
realizaron en la prisión. El gomezalato los creía reducidos a la impotencia,
sin sospechar que, a pesar del terror y de todas las restricciones, habían
continuado el trabajo revolucionario. La posibilidad de hacerlo les daba
diariamente nuevos bríos para soportar las agobiantes condiciones materiales a
que los sometía la dictadura. Sabían que eran útiles en la lucha diaria y
estaban cumpliendo un sagrado deber; que su vida no se estaba consumiendo
inútilmente. Con ingenio burlaban todas las limitaciones y estrecheces, sin que
los carceleros pudieran sospechar la solapada actividad revolucionaria, ni
mucho menos impedirla. Era un trabajo de conspiración escrupulosamente planeado,
como si proviniese de consumados maestros en el difícil arte, todo lo cual no
podía menos de llenarlos de intensa satisfacción.
El trabajo de romper la incomunicación y de mantener las relaciones con
su Partido era solamente conocido de un grupo muy limitado de presos de «El
Apamate». Sólo aquellos probados y de mayor confianza estaban en el secreto. El
resto nada sabía acerca de ello, ni era necesario que lo supiese. Y no de otro
modo hubieran podido realizar aquel delicado trabajo en medio de condiciones
materiales tan espantosas; a lo que se agrega que ya habían existido delatores
que, en un momento determinado, creyendo poder obtener su libertad al precio de
la traición, procedieron a denunciar todo cuanto sabían de la vida íntima del
calabozo, así como de los antecedentes revolucionarios de cada quien. Llegaron
hasta denunciar sus sospechas de que los presos de «El Apamate» se comunicaban
con el exterior; pero jamás pudieron dar ni un solo dato concreto, una sola
pista de este hecho trascendental. Por ello, las comunicaciones pudieron
perdurar, sólo interrumpidas de vez en cuando por circunstancias fortuitas.
Los nombres de tres mujeres deben ser grabados para siempre en la
conciencia de todo revolucionario venezolano, porque gracias a ellas el grupo
de fundadores del Partido Comunista pudo sobrevivir a la adversidad; gracias a
ellas pudieron mantener las comunicaciones con su Partido. A esas tres mujeres
corresponde un mérito sin igual. Son ellas: Margot García Maldonado, María
Teresa Martínez de Fortoul y Concha Velázquez, muerta esta última
prematuramente en 1936. No podríamos continuar esta narración sin rendir
merecido tributo a las tres abnegadas militantes revolucionarias, símbolo de
tenacidad y generoso espíritu de sacrificio. La historia revolucionaria de
Venezuela les reserva un lugar de privilegio.
Durante el interminable calvario de La Rotunda pasaron los fundadores
del P.C. por situaciones verdaderamente trágicas, a más de las ya descritas.
Una vez, a causa de algún incidente callejero o de alguna actividad del
Partido, la canalla del penal optó por privarlos de los alimentos que enviaban
los parientes y allegados y los sometió al inmundo rancho carcelario, que
conducía en poco tiempo a la muerte. En una ocasión, la tortura desesperante
del hambre duró sesenta y cuatro días, y fue suspendida por obra y gracia de
aquellas tres mujeres y de otros militantes que desplegaron insólita actividad
pública y por los reclamos de los parientes y las denuncias hechas por el
movimiento progresista de Estados Unidos, Europa y otros lugares.
Debido a la carencia de alimentos cayó enfermo de gravedad el joven
Cupertino Muñoz, soldado del Cuartel San Carlos. Por su fiebre alta y tos
pertinaz bien pronto se dieron cuenta de la afección que lo devoraba. Se
trataba de una tisis galopante que después de libertado lo condujo al sepulcro
en breves días. Isaac Alvarado, obrero panadero de la región de Barlovento,
también contrajo la terrible enfermedad, que le causó la muerte en 1936.
Eduardo Francís, joven escultor, resultó enfermo en condiciones similares, y si
escapó a la muerte fue por los cuidados que le prodigaron más tarde en la Unión
Soviética. Muchas otras víctimas habrían sucumbido si el Gobierno despótico de
Venezuela no hubiera cedido a la intensa campaña internacional. Gracias a ella
ordenó su libertad y los extrañó de la Patria. Sin embargo, otros murieron poco
después en el exilio, como Pablo Barboza, víctima de misteriosa enfermedad, en
el Hospital de Cúcuta, aunque se sospecha que fue envenenado en La Rotunda con
pequeñas partículas de fósforo; y Urbina, víctima, al parecer, de cirrosis
hepática y de las espantosas condiciones que padeció en la prisión.
LOS
SALTOS
En 1933 se produjo dentro del calabozo un singular fenómeno, cuyo origen
es preciso buscarlo en las psicosis producidas por el largo encierro, las
horribles privaciones sufridas, la incomunicación personal con el mundo
exterior y el convencimiento de que una muerte segura y espantosa los aguardaba
en aquella mazmorra.
El fenómeno comenzó por una paralización de las actividades culturales y
políticas y por la obstrucción fortuita de las comunicaciones clandestinas con
el exterior. Todo el trabajo fue sustituido por actos llamados de
«amenización», que antes sólo se realizaban los domingos por la noche. Las
«amenizaciones» eran de orden variado, aunque, corrientemente, se trataba de
actos teatrales improvisados. Se representaban imaginarias comedias y
escenificaban canciones populares. La suspensión de las labores políticas
diarias y de instrucción elemental fue relajando paulatinamente la disciplina
partidista y personal, que tan buenos resultados había dado hasta ese momento.
Empezaron entonces a ponerse de manifiesto insólitos y curiosos desvaríos
mentales y a elaborarse las más extravagantes teorías y lucubraciones.
Él fenómeno se explica parcialmente así: La ideología pequeño- burguesa,
su guía y motor durante muchos años, había empezado a desaparecer para dar paso
a la ideología proletaria; pero quedaban muchas lagunas que no habían podido
ser llenadas todavía por ésta. Semejante mezcla irreconciliable de ideologías
tenía que estallar en conflictos sentimentales en cualquier momento. La
ausencia de sentimientos acordes con la nueva ideología obrera y de los
principios morales correspondientes debía traer conflictos interiores bastante
graves, hasta degenerar en el desequilibrio que mantuvo en jaque a la
organización celular, por el lapso de un mes. Muchos de los seriamente dañados
por aquella extraña psicosis creían haber hecho sensacionales descubrimientos
marxistas sobre los fenómenos de la vida universal. Afirmaban que habían dado
un salto dialéctico, pasando definitivamente a poseer sentimientos, principios
y mentalidad marxistas, sin mezcla alguna de prejuicios burgueses o
pequeño-burgueses. Decían ver el universo en forma dialéctica, pero verlo con
los ojos de la cara y no con los ojos de la razón.
Por eso, aquel extraño periodo de agitación, confusiones y
enloquecimiento colectivo recibió, en el lenguaje carcelario de «El Apamate»,
la denominación de saltos; y a quienes resultaron más afectados por aquellos
extravíos se les llamó saltones.
No es posible decir a dónde los hubiese podido conducir la psicosis, si
a Mariano y Aurelio Fortoul, prisioneros en el «Mon Bijou», no se les ocurre dirigirles
un largo mensaje de pacificación, dolido, prudente, con mucho tacto, para
restablecer la vida normal de la célula y poner cese a las estériles
discusiones, a las interminables teorías, a los largos autoanálisis.
EN EL DESTIERRO
El penúltimo día de noviembre de 1934; en horas de la mañana, los
carceleros irrumpieron en las celdas de los marxistas y, sin dar explicaciones,
les quitaron los grillos y los trasladaron a otros departamentos de La Rotunda.
Después de rapados —cabeza y barba, menos los bigotes—, se los agrupó en La
Carcelita, donde pasaron la noche. Por la mañana, en el corral de la prisión,
sitio que el alcaide tenía destinado a engorde de sus propios cerdos, los
reclusos fueron fotografiados.
Los sesenta marxistas que habitaban en los calabozos de La Rotunda
fueron dotados de pasaportes y luego expulsados del territorio de Venezuela.
Los pocos que pudieron pagar los pasajes marcharon a Estados Unidos, Francia,
España o Trinidad. Los más, carentes de recursos económicos, fueron echados por
la frontera de Colombia, al filo de la medianoche, obligados a cruzar,
subrepticiamente, las crecidas aguas del río Táchira. Con las ropas atadas en
la cabeza, los famélicos ex prisioneros de «El Apamate», «La Cueva del Guácharo»
y «Mon Bijou» pusieron pies en tierra colombiana, empapados, enfermos y
ateridos.